Días y noches eran idénticos. Apenas algún automóvil o imprevistos transeúntes se aproximaban a la gran verja, interrumpiendo la monotonía de calle empedrada, arbolada y pilares embellecidos por floraciones de antiguas enredaderas.
Adentro, el parque y la barranca parecían dormitar sobre el río silencioso, al que ya pocas veces me acercaba.
Admirando un crepúsculo de fuego, sentí la soledad como intensa presencia. Internalicé la urgencia de poblar el vacío con gestos y voces. La idea parecía buena. Más sana que la entrega a recuerdos, cuya persistencia, no ponía fin al duelo de ausencias que me atormentaba.
Amigos envejecidos, enfermos o distantes, hijos y nietos lejanos…se habían transformado en imposibles. Sentí que a pesar de los libros y de las palabras que todavía me permitían el placer de hacer literatura, carecía de algo fundamental: alguien a quien arrullar.
“Un cachorro suave y necesitado de afecto” me dije, “que traiga vida nueva” (No imaginaba a qué clase de vida me refería)
Tal vez llamada por la fuerza de mi pensamiento, una mañana llegó Circe, bonita y pequeña, tanto, que cabía en el hueco de mi mano.
El jardinero dijo haberla encontrado entre los rosales. Era totalmente negra, de ojos brillantes y bellísimo gesto inocente. Jamás había tenido gatos, de modo que aprendí lo concerniente a su cuidado.
Me dediqué a ella. Observaba sus movimientos, ese sorber la tibia leche y descansar de la dulce fatiga. Sus cabriolas, la búsqueda de contacto, sus ronroneos, iban conquistándome.
Aprender a criarla me remontó al tiempo de mi temprana maternidad y ese encuentro con formas incorruptibles, que siendo lo mejor de la condición humana lo son también de la raza, llenó mi alma de ternura. Creí percibir una confirmación de mi conjetura y un secreto favor del destino.
A la hermosa Circe fueron sumándose otros gatunos, tantos, que llegué a transformarme en una de esas criaturas protectoras…que tantas veces había menospreciado en el pasado y la gente llama “locas de los gatos”
No diré las fatigas que esto ocasionaba. Sólo mencionaré el encanto que más y más me introducía en el mundo felino y llenaba mi existencia.
Acorde con el pensamiento mágico que me convirtiera en su cuidadora, me dije que había sido elegida por ellos y no a la inversa. Supe que escudriñaban mis movimientos y que se fastidiaban cuando apenas por instantes, veterinario, amigos o familiares, se acercaban al caserón. Eso desequilibraba su hábitat, modus y tranquilidad.
El hombre que trabajaba en mi jardín, vigilaba taciturno. Sacaba pensativo la pipa de su boca y emitía sonidos aprobatorios, no inteligibles, que acompañaban solícitas miradas. Una noche noté que en la oscuridad sus ojos se tornaban amarillos.
Vivía en los fondos del predio. Su casa, en otras épocas destinada a cuidadores de la quinta, era albergue nocturno de mis animales. Todas las noches uno o dos de los más pequeños me hacían compañía. No voy a ocultar que dormían en mi propia cama, acurrucados y ronroneando, lo que yo sentía como forma de amor.
Sin embargo, el caserón parecía envuelto en misterio. El jardinero tocaba el violín mientras las noches se ponían altas. Esto embellecía la oscuridad, ponía destellos luminosos sobre parterres de la barranca, muros enmohecidos y el ancho río donde reverberaban rayos de luna.
Con el nuevo día, volvía el silencio, el deambular del extraño hombre por entre setos y senderos, siempre ensimismado, siempre ausente.
Un atardecer le pedí que tocara en mi residencia. Aceptó con un solo movimiento de cabeza. Advertí su regocijo interior…como si hubiera estado aguardando ese momento. Con mi empleada preparamos el salón para un concierto.
Más tarde, arrellanada en mi sofá favorito, lo vi llegar vestido formalmente. Todos mis gatos lo seguían… (¿O eran suyos?)
Hizo una inclinación. Inesperada brisa apagó los candelabros. Permanecimos inmersos en el humor rancio de las velas. Leve luminosidad llegaba desde afuera.
En amplio gesto ubicó el violín. Punteó las cuerdas para afinarlas. Dejó caer con fuerza el arco sobre ellas. Los primeros arpegios arrancaron una melodía que desgarró el telón invisible del aire, dando entrada a notas vibrantes, cuya mágica energía nos envolvía.
La música traspasaba mi cuerpo y a los animales. Azorada, vi como éstos comenzaban a transformarse en figuras de apariencia humana, extrañamente ataviadas.
Me incorporé exaltada ¡No podía creer lo que sucedía!...Pronto el salón colmado de presencias se transformó en un ámbito estremecedor. ¡Aquello era desconcertante!… ¡Una escena dantesca!... Intenté razonar… Creí encontrarme en un sueño… Se me acercó una dama. Miraba por entre los pliegues de encaje que le cubrían el rostro…A su lado una muchacha sonreía. No sé porqué reconocí en ella a Circe… ¡Me aterrorizaron!...En movimiento agitado y súbito aparté mis ojos de ellas y las demás figuras. Pensé en ganar el parque ¡huir!... Pero no pude moverme.
Atrapada en la pavorosa pesadilla, grité por una explicación. Interrogué en vano al jardinero, que indiferente, mantenía los párpados cerrados en una ejecución de hipnótico virtuosismo.
El violín hablaba. Contaba una historia que no me atrevía a aceptar. Un secreto de sangre, espanto y eternidad…-¡Vampirismo!-… ¡No! ¡No!... ¡Nooo! ¡Mi corazón estallaba!
La boca del ejecutante distorsionaba en hocico. Su cabeza oblongaba. El cuerpo se cubría de pelambre. Él se fundía a la música y ésta se elevaba en notas doradas que iluminaron por completo el ámbito.
Cuando se hizo silencio, el instrumentista era ya enorme gato. Rostro agudo, mejillas hundidas…ojos enormecidos.
Contemplé la escena horrorizada. Las figuras sobrenaturales, el violinista monstruoso…mi indefensión… ¡Era demasiado!... ¡Otra vez intenté escapar! pero el animal, en un solo zarpazo me atrajo hacia él y clavó sus dientes en mi cuello. Los otros maullaron en coro. Se había cumplido el ritual iniciático.
Al cabo todo fue paz…El mundo, un lugar lejano.
Estuve inmersa en una serie de imágenes brillantes…espejos refractarios de luz… y silencio. Vagar por el territorio del sueño tiene su esplendor. El paso de la vida a la muerte y a la inmortalidad, me parecieron fantasías.
No sé cuántos días transcurrieron. Desperté en la oscuridad. Circe aguardaba a mi lado. Con ella como guía, salí a la ciudad en mi nueva condición. Aquella noche, junto a la catedral de San Isidro, aprendí a abastecer mi sed de sangre.
Norma Spinelli
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