Sevilla, capital de los naranjos, un sábado de fines de octubre cerca de las dos de la mañana. Domingo en realidad, y con temperatura de junio a esa hora: apenas una chaquetita de algodón, los callejones iluminados del centro, a una cuadra de la Sierpes. Caminamos hacia el hostal sin apuro: ochenta metros antes, en la desembocadura de una retorcida callecita de chocolate, un gato llora con intensidad frente a nosotros. Exige. “Pobre gatito, qué flaco”, “Y es un lindo gato, color arena y ojos grandes”. (Recuerdo de nuestros amados gatos en el sofá, en casa, uno de ellos sevillano). “Dios mío, y a esta hora no se puede conseguir nada”. Esperanza débil, luego razonamiento: “No tenemos nada que pueda comer un gato”, “¿Sábado a las dos de la mañana?”, “No hay bares abiertos”, “Sí hay, pero ahí no venden leche”, “Ni yogur”. “Si quieres, buscamos las galletas que tenemos en el hostal”, “Y a lo mejor una barra de cereales. Pero los gatos no comen eso”. El gato nos mira como si fuera el universo. Un solo maullido parte la calle en cien; no sé quién podría dormir así. Es flaquito, le veo las costillas. “Vamos al hostal a buscar algo”.
Diez minutos después regresamos con las galletas dulces navideñas y una barra de ceral con coco. Sospecha negra: el gato no va a comer nada. Pero tal vez esté muy hambriento. “Ya no está” ,“Lo buscamos: no creo que haya ido muy lejos”. Gatito de aquí, gatito de allá. Autos de chicos gritones que doblan por la callecita a toda velocidad, basureros verdes gigantes, botellas de cerveza vacías rodando sobre el asfalto. Caminantes eventuales con cara de hostilidad, la noche nos va a tragar a todos, y nosotros con las galletas de especias alemanas llamando al gato flaco desaparecido. ¿Quién me asegura que ese gato no me representa?
Entonces se revela bajo unos autos, con esos maullidos urgentes. Está hambriento pero aterrado: no quiere acercarse, pasamos quince minutos de seducción hasta que acepta ver lo que trajimos. Rompemos todo en pedacitos chiquitos, le arrojamos algunos, para que comprenda, ponemos el resto en montañitas sobre el cordón de la vereda; el gato los huele, no es comida de gato. No come. Maúlla y exige. Misteriosamente es muy importante ese gato, es importante saber que no se va a morir.
Pero nos deja, no le servimos. Los huesos le brillan entre restos de basura desparramada y pasos de vagabundos acaso crueles. No sé lo que quiere decir todo esto, pero ¿quién me asegura que no me representa?
Silvia García (tocaya de la escritora barilochense, cuya página se encuentra a continuación:www.silvia.cc)
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