martes, 16 de febrero de 2010

Juego genial

Las enciclopedias constatan la inconsistencia de las versiones sobre el nacimiento del ajedrez. Queda claro que no tuvo un origen único y que, gracias a un proceso de transformación constante, llegó al estado en que hoy lo conocemos, con sus ingeniosas e infatigables posibilidades.
Una de las mutaciones es la desaparición de una pieza y sus funciones específicas. Hoy sabemos de parejas de alfiles, caballos y torres, además de peones, rey y dama. Pues bien, parece que, entre el alfil y la dama, antes existía otra pieza: el gato. Uno solo era suficiente.
El gato no tenía reticencia en orinar el vestido de la dama, desobedecer al rey y hacer mofa de la solemnidad del alfil. Empujaba a los peones en formación, arañaba al caballo y cazaba pájaros encima de las torres. Era muy difícil sorprenderlo en la contienda. Debía ser eliminado siete veces. No avisaba jaque. Tomaba piezas en cualquier dirección como resultado de perplejantes saltos acrobáticos. En el gato del otro bando no veía un enemigo: era frecuente encontrarlos en rochela hacia el centro del tablero o remoloneando a la sombra de las piezas vencidas en batalla.
Tan maravillosa pieza del ajedrez se sacrificó, no sin sonoras quejas —y pese al respeto que culturas orientales brindan al animalito—, a nombre de la seriedad que hoy caracteriza al juego.

Guillermo Bustamente Zamudio

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